ELOGIO DE LA SOMBRA
Gerrit
Dou
(1613 – 1675). Pintor holandés. Anciano con un libro (copia)
La vejez (tal es el
nombre que los otros le dan)
puede ser el tiempo
de nuestra dicha.
El animal ha muerto
o casi ha muerto.
Quedan el hombre y
su alma.
Vivo entre formas
luminosas y vagas
que no son aún la
tiniebla.
Buenos Aires,
que antes se
desgarraba en arrabales
hacia la llanura
incesante,
ha vuelto a ser la
Recoleta, el Retiro,
las borrosas calles
del Once
y las precarias
casas viejas
que aún llamamos el
Sur.
Siempre en mi vida
fueron demasiadas las cosas;
Demócrito de Abdera
se arrancó los ojos para pensar;
el tiempo ha sido
mi Demócrito.
Esta penumbra es
lenta y no duele;
fluye por un manso
declive
y se parece a la
eternidad.
Mis amigos no
tienen cara,
las mujeres son lo
que fueron hace ya tantos años,
las esquinas pueden
ser otras,
no hay letras en
las páginas de los libros.
Todo esto debería
atemorizarme,
pero es una
dulzura, un regreso.
De las generaciones
de los textos que hay en la tierra
sólo habré leído
unos pocos,
los que sigo
leyendo en la memoria,
leyendo y
transformando.
Del Sur, del Este,
del Oeste, del Norte,
convergen los
caminos que me han traído
a mi secreto
centro.
Esos caminos fueron
ecos y pasos,
mujeres, hombres,
agonías, resurrecciones,
días y noches,
entresueños y
sueños,
cada ínfimo
instante del ayer
y de los ayeres del
mundo,
la firme espada del
danés y la luna del persa,
los actos de los
muertos,
el compartido amor,
las palabras,
Emerson y la nieve
y tantas cosas.
Ahora puedo
olvidarlas. Llego a mi centro,
a mi álgebra y mi
clave,
a mi espejo.
Pronto sabré quién
soy.
De
Elogio
de la sombra (1969)
Jorge
Luis Borges
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