Que
el hombre no sea indigno del Ángel
cuya
espada lo guarda
desde
que lo engendró aquel amor
que
mueve el sol y las estrellas
hasta
el Último Día en que retumbe
el
trueno en la trompeta.
Que
no lo arrastre a rojos lupanares
ni
a los palacios que erigió la soberbia
ni
a las tabernas insensatas.
Que
no se rebaje a la súplica
ni
al oprobio del llanto
ni
a la fabulosa esperanza
ni
a las pequeñas magias del miedo
ni
al simulacro del histrión;
el
Otro lo mira.
Que
recuerde que nunca estará solo.
En
el público día o en la sombra
el
incesante espejo lo atestigua;
que
no macule su cristal una lágrima.
Señor,
que al cabo de mis días en la Tierra
yo
no deshonre al Ángel.
De:
La
cifra, 1981
Jorge
Luis Borges
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